20 abril, 2015

Acordes de amor y despedidas - Capítulo 1

El sentido de esta historia comienza cuando cumplí los doce años, cuando todas las niñas empezaban a desear como regalos de Navidad y de cumpleaños kits de maquillaje, bolsos, sus primeros zapatos de tacón o cualquier otro elemento que representara una evidente señal de feminidad,  y yo, como si viviera en un mundo paralelo a la mayoría de esas niñas, lo que más deseaba en el mundo era una guitarra.

Hasta ese momento, nunca me había planteado a lo que me gustaría dedicarme en la vida. Yo nunca respondía “profesora”, “astronauta” o “princesa”. ¿Realmente alguien acaba siendo lo que de pequeño soñaba?

—Cariño, ¿por qué te has empeñado de repente en aprender a tocar la guitarra?  —recuerdo que me decía mi madre cuando yo no paraba de insistir en recibir una guitarra como regalo.

—No lo sé. La quiero y ya está —me limitaba a responder rotundamente.

Pero tenía un motivo para querer una guitarra. A los doce años, sabía qué era a lo que quería dedicarme de mayor. Quería ser cantante. Quería saber tocar la guitarra y escribir mis propias canciones, ponerle melodía a las miles de historias y poemas que solía escribir. Y aunque con doce años aún se es demasiado infantil, yo de repente lo tuve claro.

Por suerte para mí, mi único y mejor regalo de Navidad ese año fue una preciosa guitarra acústica, sencilla, en su color madera natural, pero con una preciosa inscripción en la parte trasera superior del mástil: mi nombre.

—Alison, espero que no hagas que me arrepienta del dinero que nos ha costado —me dijo mamá nada más recibirla.

Mamá, ella siempre me estaba advirtiendo, con su habitual tono de voz desconfiado. No recuerdo si de pequeña hice algo realmente malo como para que mi madre siempre cuestione y ponga en duda todas mis decisiones, o simplemente es el tipo de persona que sólo tiene fe en sí misma, y no en los demás. Por suerte, está papá, quien solía acolchar cada esquina para que afrontara los golpes de forma no tan dura y que, aún hoy, lo sigue haciendo.

Papá una vez compartió un pequeño, aunque estúpido secreto conmigo: mamá tuvo una época hippie. No es ninguna tontería. Es decir, mi cerebro no tiene la capacidad de imaginar a mi madre como una loca del amor y la paz, fumando marihuana y zarandeándose al ritmo de The Beatles. Ella, por supuesto, no tiene ni idea de que yo estoy al tanto de tal cosa. Cuando lo supe, entonces comprendí por qué en el álbum personal de fotos de mamá, que está perfectamente ordenado cronológicamente y redactado, salta del año 1988 al 1990. Busqué por toda la casa, pero no logré encontrar una foto, vestimenta o cualquier otro indicio que probaran que mamá fue hippie. Ahora es demasiado perfecta, cualquier cosa atrevida le parece una sandez. Para ella, cometer locuras es como Jesucristo alabando a Satán.

¿Qué es lo que nos hace cambiar de ideales? Quizá sean las experiencias que sufrimos a lo largo de nuestras vidas, ya sean buenas o malas. O quizá las modas, o la influencia de las personas que nos rodean. Pero, a pesar de que cambiemos nuestro estilo de vida, creo que siempre, por muchos años que pasen y por muy grande que sea el giro que nuestra vida haya dado, siempre quedará en lo más profundo de nuestro ser aquella parte de nosotros que una vez fuimos y que aún nos gustaría ser. A no ser que nos avergoncemos de esa parte, como a mi madre le ocurre.

Papá es todo lo contrario a mamá. Es un hombre tranquilo y que al instante inspira confianza a cualquiera, incluso aunque le acabes de conocer. ¿Cómo pueden, dos personas tan diferentes, haberse prometido amor eterno? De hecho, ¿cómo pueden llevar casados ya veintitantos años y no haber sufrido ni un absoluto altibajo? La relación de mis padres es, sencilla y extrañamente armoniosa. Probablemente si compartieran más cosas en común, ya no estarían juntos. Puede que ni siquiera se hubieran conocido.

A mi forma de verlo, cualquier mínimo detalle que cambie en cualquier persona, incluso el retrasar un segundo al salir de casa, hará cambiar su destino; y yo quería sí o sí tocar la guitarra, así que tenía que obtener una para que mi destino no fuera otro distinto de ser compositora y cantante. Aunque yo no controlo lo que el destino me tiene preparado…

Papá guardó plena confianza en mí, me apuntó a clases de guitarra y cada noche, antes de irme a la cama, ensayábamos juntos una canción. Esto fue así hasta que empecé a componer mis propias canciones a la edad de catorce años, entonces papá seguía viniendo cada noche a mi habitación, pero sólo para escucharme tocar la nueva estrofa que había inventado ese día.

En mis inocentes canciones hablaba sobre mi familia, el colegio, las vacaciones... poco a poco, las letras y las melodías fueron madurando a consecuencia de la ampliación de mis horas de ensayo.

Finalmente, a la edad de quince años, la que era mi única amiga y confidente era la misma que me había hecho apartarme de la sociedad. Por aquel entonces, sólo la tenía a ella y a mi familia.

Me gustaba ir al instituto por el hecho de que era el lugar que me confería más ideas para mis canciones: las amigas que peleaban por un mismo chico, la popular, el rompe corazones, el primer amor, los bailes, las animadoras, los “perdedores”, las discriminaciones de grupos, las aburridas clases, el profesor insoportable, el profesor guapo... observar a mis compañeros y a las demás personas con las que me cruzaba continuamente durante esas cinco o seis horas de clase diarias hacía que llenara mi cuaderno de ideas, cada vez más incesantemente, hasta que mi diario de canciones se convirtió en mi principal aliado y algo imprescindible para mí.

Siempre tenía ganas de terminar aquel cuaderno de infinitas páginas, pero eso nunca ocurrió. Siempre podía echar un vistazo atrás y ver sobre lo que ya había escrito. Aún quedan unas diez páginas libres. Pero por el momento, nunca serán rellenadas, al menos con más canciones.

En ocasiones, mamá se exaltaba conmigo porque los fines de semana siempre me quedaba en casa tocando la guitarra. Me movía con mi guitarra y mi diario de canciones de mi habitación al porche, a la cocina, al salón, al último escalón de las escaleras... Además, yo siempre era la chica que iba a los bailes del instituto sin pareja, me quedaba sentada a un lado de la sala observando a la gente, me su-bía a tocar varias canciones -siempre por sugerencia de mi padre al consejo encargado de la organización del baile- y me volvía a casa a darle melodía a las letras que esa noche había escrito en mi mente.

Mamá quería que fuese como las demás. Que le hablara de chicos, que me alisara el pelo cuando todas se lo alisaban, que me comprara los pantalones que todas se compraban, que me pasara las horas hablando por teléfono con mi mejor amiga.

Sin embargo, yo siempre llevaba mi pelo rubio ondulado con la ralla al lado que parecía quedarse así de forma natural, ropa que mamá me compraba sin haberme probado previamente y que normalmente no era exactamente de mi talla, zapatillas o cualquier zapato plano y mi bandolera imitación de cuero marrón con mi diario de canciones dentro. Por otro lado, mi mejor amiga no hablaba.

A veces sentía celos de los demás. Yo también quería dar mi primer beso, quería bailar con un chico, quería disfrazarme en Halloween con mis amigos y no ser la que abre la puerta para repartir caramelos... quería ser una chica del montón.

Pero mi pasión por mi guitarra me hacía olvidarme de ello y, a pesar de las inagotables insistencias de mi madre en que fuera a la universidad, yo decidí abrirme camino con mi guitarra y tocar en todos los locales que me fuera posible, ya fuera en concursos, en fiestas y celebraciones, cobrando por hacerlo o sin cobrar...







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3 comentarios:

  1. Me ha encantado Inma, es un comienzo muy bueno, a momentos me reía y en otros me sentía identificada, sigue así, besos.

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    1. Muchas gracias de verdad! Espero que le pase a más gente :)

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  2. Hola, me he pasado por tu blog y ya te seguía. Un saludo :)

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Críticas y comentarios