El sentido
de esta historia comienza cuando cumplí los doce años, cuando todas las niñas
empezaban a desear como regalos de Navidad y de cumpleaños kits de maquillaje,
bolsos, sus primeros zapatos de tacón o cualquier otro elemento que
representara una evidente señal de feminidad, y yo, como si viviera en un mundo paralelo a
la mayoría de esas niñas, lo que más deseaba en el mundo era una guitarra.
Hasta ese
momento, nunca me había planteado a lo que me gustaría dedicarme en la vida. Yo
nunca respondía “profesora”, “astronauta” o “princesa”. ¿Realmente alguien
acaba siendo lo que de pequeño soñaba?
—Cariño,
¿por qué te has empeñado de repente en aprender a tocar la guitarra? —recuerdo que me decía mi madre cuando yo no
paraba de insistir en recibir una guitarra como regalo.
—No lo sé.
La quiero y ya está —me limitaba a responder rotundamente.
Pero tenía
un motivo para querer una guitarra. A los doce años, sabía qué era a lo que
quería dedicarme de mayor. Quería ser cantante. Quería saber tocar la
guitarra y escribir mis propias canciones, ponerle melodía a las miles de
historias y poemas que solía escribir. Y aunque con doce años aún se es
demasiado infantil, yo de repente lo tuve claro.
Por suerte
para mí, mi único y mejor regalo de Navidad ese año fue una preciosa guitarra
acústica, sencilla, en su color madera natural, pero con una preciosa
inscripción en la parte trasera superior del mástil: mi nombre.
—Alison,
espero que no hagas que me arrepienta del dinero que nos ha costado —me dijo
mamá nada más recibirla.
Mamá, ella
siempre me estaba advirtiendo, con su habitual tono de voz desconfiado. No
recuerdo si de pequeña hice algo realmente malo como para que mi madre siempre
cuestione y ponga en duda todas mis decisiones, o simplemente es el tipo de
persona que sólo tiene fe en sí misma, y no en los demás. Por suerte, está
papá, quien solía acolchar cada esquina para que afrontara los golpes de forma
no tan dura y que, aún hoy, lo sigue haciendo.
Papá una
vez compartió un pequeño, aunque estúpido secreto conmigo: mamá tuvo una época
hippie. No es ninguna tontería. Es decir, mi cerebro no tiene la capacidad de
imaginar a mi madre como una loca del amor y la paz, fumando marihuana y
zarandeándose al ritmo de The Beatles. Ella, por supuesto, no tiene ni idea de
que yo estoy al tanto de tal cosa. Cuando lo supe, entonces comprendí por qué
en el álbum personal de fotos de mamá, que está perfectamente ordenado
cronológicamente y redactado, salta del año 1988 al 1990. Busqué por toda la
casa, pero no logré encontrar una foto, vestimenta o cualquier otro indicio que
probaran que mamá fue hippie. Ahora es demasiado perfecta, cualquier cosa atrevida
le parece una sandez. Para ella, cometer locuras es como Jesucristo alabando a
Satán.
¿Qué es lo
que nos hace cambiar de ideales? Quizá sean las experiencias que sufrimos a lo
largo de nuestras vidas, ya sean buenas o malas. O quizá las modas, o la
influencia de las personas que nos rodean. Pero, a pesar de que cambiemos
nuestro estilo de vida, creo que siempre, por muchos años que pasen y por muy
grande que sea el giro que nuestra vida haya dado, siempre quedará en lo más
profundo de nuestro ser aquella parte de nosotros que una vez fuimos y que aún
nos gustaría ser. A no ser que nos avergoncemos de esa parte, como a mi madre
le ocurre.
Papá es
todo lo contrario a mamá. Es un hombre tranquilo y que al instante inspira
confianza a cualquiera, incluso aunque le acabes de conocer. ¿Cómo pueden, dos
personas tan diferentes, haberse prometido amor eterno? De hecho, ¿cómo pueden
llevar casados ya veintitantos años y no haber sufrido ni un absoluto altibajo?
La relación de mis padres es, sencilla y extrañamente armoniosa. Probablemente
si compartieran más cosas en común, ya no estarían juntos. Puede que ni
siquiera se hubieran conocido.
A mi forma
de verlo, cualquier mínimo detalle que cambie en cualquier persona, incluso el
retrasar un segundo al salir de casa, hará cambiar su destino; y yo quería sí o
sí tocar la guitarra, así que tenía que obtener una para que mi destino no
fuera otro distinto de ser compositora y cantante. Aunque yo no controlo lo que
el destino me tiene preparado…
Papá
guardó plena confianza en mí, me apuntó a clases de guitarra y cada noche,
antes de irme a la cama, ensayábamos juntos una canción. Esto fue así hasta que
empecé a componer mis propias canciones a la edad de catorce años, entonces
papá seguía viniendo cada noche a mi habitación, pero sólo para escucharme
tocar la nueva estrofa que había inventado ese día.
En mis
inocentes canciones hablaba sobre mi familia, el colegio, las vacaciones...
poco a poco, las letras y las melodías fueron madurando a consecuencia de la ampliación
de mis horas de ensayo.
Finalmente,
a la edad de quince años, la que era mi única amiga y confidente era la misma
que me había hecho apartarme de la sociedad. Por aquel entonces, sólo la tenía
a ella y a mi familia.
Me gustaba
ir al instituto por el hecho de que era el lugar que me confería más ideas para
mis canciones: las amigas que peleaban por un mismo chico, la popular, el rompe
corazones, el primer amor, los bailes, las animadoras, los “perdedores”, las
discriminaciones de grupos, las aburridas clases, el profesor insoportable, el
profesor guapo... observar a mis compañeros y a las demás personas con las que
me cruzaba continuamente durante esas cinco o seis horas de clase diarias hacía
que llenara mi cuaderno de ideas, cada vez más incesantemente, hasta que mi
diario de canciones se convirtió en mi principal aliado y algo imprescindible
para mí.
Siempre
tenía ganas de terminar aquel cuaderno de infinitas páginas, pero eso nunca
ocurrió. Siempre podía echar un vistazo atrás y ver sobre lo que ya había
escrito. Aún quedan unas diez páginas libres. Pero por el momento, nunca serán
rellenadas, al menos con más canciones.
En
ocasiones, mamá se exaltaba conmigo porque los fines de semana siempre me
quedaba en casa tocando la guitarra. Me movía con mi guitarra y mi diario de
canciones de mi habitación al porche, a la cocina, al salón, al último escalón
de las escaleras... Además, yo siempre era la chica que iba a los bailes del
instituto sin pareja, me quedaba sentada a un lado de la sala observando a la
gente, me su-bía a tocar varias canciones -siempre por sugerencia de mi padre
al consejo encargado de la organización del baile- y me volvía a casa a darle
melodía a las letras que esa noche había escrito en mi mente.
Mamá
quería que fuese como las demás. Que le hablara de chicos, que me alisara el
pelo cuando todas se lo alisaban, que me comprara los pantalones que todas se
compraban, que me pasara las horas hablando por teléfono con mi mejor amiga.
Sin
embargo, yo siempre llevaba mi pelo rubio ondulado con la ralla al lado que
parecía quedarse así de forma natural, ropa que mamá me compraba sin haberme
probado previamente y que normalmente no era exactamente de mi talla,
zapatillas o cualquier zapato plano y mi bandolera imitación de cuero marrón
con mi diario de canciones dentro. Por otro lado, mi mejor amiga no hablaba.
A veces
sentía celos de los demás. Yo también quería dar mi primer beso, quería bailar
con un chico, quería disfrazarme en Halloween con mis amigos y no ser la que
abre la puerta para repartir caramelos... quería ser una chica del montón.
Pero mi
pasión por mi guitarra me hacía olvidarme de ello y, a pesar de las inagotables
insistencias de mi madre en que fuera a la universidad, yo decidí abrirme
camino con mi guitarra y tocar en todos los locales que me fuera posible, ya
fuera en concursos, en fiestas y celebraciones, cobrando por hacerlo o sin
cobrar...
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Me ha encantado Inma, es un comienzo muy bueno, a momentos me reía y en otros me sentía identificada, sigue así, besos.
ResponderEliminarMuchas gracias de verdad! Espero que le pase a más gente :)
EliminarHola, me he pasado por tu blog y ya te seguía. Un saludo :)
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