El frío le calaba cada hueso del
cuerpo. Gabi abrió los ojos de repente. Estaba tendida bocabajo, tenía la
mejilla contra el suelo. Inspiró con dificultad. En un instante todo pasó por
su cabeza. Tenía que salir de allí. Se incorporó y miró alrededor, esperando
que Osmar no siguiera allí. Buscó el cristal que había sujetado, pero no lo
veía. De repente, salió corriendo escaleras abajo y huyó de la iglesia.
Buscó las llaves del candado y
cogió la bicicleta. Camino a casa de Eli, se preguntó qué hora sería, qué había
pasado exactamente y, lo que más le dolía de todo, por qué Osmar había estado
un año mintiéndole para finalmente intentar matarla.
Manejando, se dio cuenta de que
le dolía la mano. La miró y, sobre la pintura gris, tenía sangre seca. También
sentía una ligera punzada debajo del corazón. Así, le vino a la mente: Osmar le
había clavado algo. La bicicleta se tambaleó y Gabi cayó al suelo rodando.
Desesperada, se tocó el pecho, buscó una herida, buscó sangre, pero no había
nada.
Se levantó y nuevamente cogió la
bicicleta. Ya estaba a punto de llegar a casa de Eli. Por el camino decidió que
se daría una ducha allí mismo.
Tiró la bicicleta en la entrada,
buscó su ropa grande y entró en la casa. Quiso pasar desapercibida, lo que no
le costó mucho. Allí ya estaban todos semiinconscientes o demasiado ocupados en
sus asuntos.
A Gabi le entró hasta los
pulmones el humo de un porro. Un par de horas antes habría aprovechado esa
calada de regalo, pero esta vez le dio repugnancia.
Subió al piso de arriba. El
cuarto de baño estaba hecho un asco. Cerró la puerta con el pestillo y abrió el
grifo. Puso el agua casi a cuarenta grados. Se deshizo de la ropa que llevaba y
se metió en la bañera. Se frotó con mucha prisa, quería limpiarse cuanto antes
y, sobre todo, quería asegurarse de que no tenía nada en el torso.
La herida de la mano le escocía
mucho pero intentó no darle mayor importancia. Su piel volvía a ser clara, pero
aún se sentía pegajosa, de modo que se frotó de nuevo con jabón hasta casi
acabar el bote.
Sintió mucho frío al salir de
debajo del agua. Se secó y se puso su ropa limpia que había estado escondida
detrás del macetero de la entrada. Buscó en el mueble del baño algo para
curarse. Encontró unas gasas y se las puso alrededor de la mano.
«Mierda, mi mochila», pensó.
Salió del baño dejando la otra ropa tirada en el suelo y se tapó la mano herida
con la manga del jersey. El pelo le chorreaba y le había calado la ropa por la
espalda. Fue a la habitación de Eli y buscó su móvil. Aún era la una y cuarto,
pero quería marcharse ya. Marcó el teléfono de su padre.
—¿Sí? —la voz del hombre parecía
confusa.
—¡Papá! Soy yo. Necesito que
vengas ya a recogerme —. Mientras hablaba, Gabi se dio cuenta de que la voz le
empezó a temblar y, acto seguido, comenzó a llorar.
—¿Estás bien? ¿Ha pasado algo? —preguntó
preocupado. Gabi pudo oír cómo se levantaba y cogía las llaves.
—Me… me han robado la mochila y…
esto es una locura. ¡Quiero irme de aquí! —Gabi se empezó a desesperar.
—No te preocupes hija, estoy allí
en poco. Quédate en la puerta.
Gabi colgó la llamada y tiró el
móvil sobre la cama. Volvió al baño y bebió un poco de agua del grifo. Después
buscó un enjuague bucal y lo utilizó. Debía asegurarse del olor de su aliento.
Después de todo, había estado fumando.
Pensó en buscar a Eli para
decirse que volvía a casa, pero consideró que Eli en estos momentos ni se acordaría
de que Gabi existía. Salió a la calle, hacía demasiado frío.
Después de casi diez minutos,
escuchó chirriar las ruedas de un coche al doblar la esquina. Allí estaba su
padre. No veía el momento de llegar a casa y meterse bajo la colcha.
Corrió y se introdujo. Su padre
la miró sorprendido.
—¿Estás bien? ¿Alguien te ha
hecho algo?
—No, papá. Es sólo que…
—¿Y la pintura? Llevabas la cara
y todo cubierto cuando te dejé.
—Alguien pensó que era buena idea
derramarme unas bebidas encima y fui a ducharme —mintió.
—Está bien, está bien. Vamos a
casa. Hablaremos mañana. Te vas a resfriar. Mírate, llevas el pelo empapado —.
Antes de arrancar el coche, se quitó la chaqueta y se la puso a Gabi por
encima.
Al atravesar la entrada de casa,
Gabi corrió hacia su dormitorio, se quitó la ropa, se puso el pijama y se metió
en la cama. Ni siquiera apagó la luz. Se cubrió hasta la cabeza y allí, debajo
de la ropa de cama, se destapó la herida. Le había vuelto a brotar sangre
limpia. Se la tapó de nuevo y empezó a llorar.
Su padre se quedó escuchando al
otro lado de la puerta, mientras veía el rastro de luz que salía por debajo.
Entró sin llamar y se sentó en la cama.
—¿Estás bien? ¿Quieres contarme
algo? —le sugirió.
Gabi sorbió por la nariz y se
destapó la cabeza. Estaba roja y la cara completamente mojada por las lágrimas.
—Sí, estoy bien. Es sólo que… —se
paró a pensar en algo que inventarse— no estaba a gusto allí.
—¿Quienes te robaron la mochila
fueron los mismos que te derramaron la bebida?
—Creo que no. Yo sólo dejé la
mochila sobre el sofá y luego ya no estaba.
—Mañana iremos a casa de Eli a
buscarla, por si acaso.
Gabi pensó que no era buena idea
que su padre entrara en esa casa hasta que no estuviera todo limpio y,
definitivamente mañana no lo iba a estar.
No dijo nada. Su padre se inclinó
para darle un beso en la frente
En ese momento, el amor de sus
padres era todo lo que Gabi necesitaba. Pensó que le gustaría recibir en esa
noche todo el cariño que había estado rechazando el último año.
Cerró los ojos.
—No apagues la luz, por favor —le
dijo a su padre antes de que éste cerrara la puerta.
Le costó conciliar el sueño, pues
no podía parar de pensar en lo que había ocurrido y trataba de buscarle una
explicación. Una vez lo consiguió, durmió toda la noche.
Cuando despertó, estaba en la
misma postura y le dolía el costado izquierdo. Se destapó la cabeza y se puso
bocarriba. Miró la lámpara. Su padre debió de entrar de nuevo más tarde a
apagar la luz.
Sentía la mano tirante. Debía de
curarse. Y debía de buscar también más explicaciones, una de ellas para esa
mano.
Aún mirando al techo, la vista se
le nubló y por sus ojos revolotearon motas blancas. De repente, le dio una
fuerte punzada en la cabeza.
«Levántate ya, ¡joder!», imaginó
que pensaba. Pero Gabi realmente no tenía ganas de salir de la cama. «Quiero
estar aquí un día entero», pensó. «He dicho que te levantes. ¡Levanta, levanta,
levanta!».
Gabi dio un grito ahogado. En su
cabeza sonaba la voz de Osmar. Se asustó, se estaba volviendo loca.
«¿Qué cojones pasa?», la voz de
Osmar seguía resonando en su cabeza.
—Vete —dijo Gabi en un susurro—.
Vete. Sólo son imaginaciones mías. Nunca más te volveré a ver. La policía te va
a encontrar y no me vas a hacer daño —dijo en voz alta, intentando convencerse
a sí misma.
«Gabi. Haz lo que te digo. No
entiendo qué está pasando. ¿Por qué no haces lo que ordeno?».
«Sal de mi cabeza», le respondió
Gabriela. Salió de la cama y bajó a la cocina a por una pastilla para el dolor.
Se la tomó y se tumbó en el sofá.
«Tienes que apuntar esta
dirección. Gabi. Coge un papel y anótala», Osmar seguía sonando en su interior.
Gabi pensó que se estaba volviendo
loca. Los acontecimientos de la noche anterior le estaban jugando una mala
pasada. Puso la televisión para dejar de pensar.
«Lorena Padilla, calle Flores de
Lémur, número veintisiete», dijo finalmente Osmar.
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