25 noviembre, 2015

Déjame vivir - Capítulo 1: Vuelta a la realidad

El frío le calaba cada hueso del cuerpo. Gabi abrió los ojos de repente. Estaba tendida bocabajo, tenía la mejilla contra el suelo. Inspiró con dificultad. En un instante todo pasó por su cabeza. Tenía que salir de allí. Se incorporó y miró alrededor, esperando que Osmar no siguiera allí. Buscó el cristal que había sujetado, pero no lo veía. De repente, salió corriendo escaleras abajo y huyó de la iglesia.

Buscó las llaves del candado y cogió la bicicleta. Camino a casa de Eli, se preguntó qué hora sería, qué había pasado exactamente y, lo que más le dolía de todo, por qué Osmar había estado un año mintiéndole para finalmente intentar matarla.

Manejando, se dio cuenta de que le dolía la mano. La miró y, sobre la pintura gris, tenía sangre seca. También sentía una ligera punzada debajo del corazón. Así, le vino a la mente: Osmar le había clavado algo. La bicicleta se tambaleó y Gabi cayó al suelo rodando. Desesperada, se tocó el pecho, buscó una herida, buscó sangre, pero no había nada.


Se levantó y nuevamente cogió la bicicleta. Ya estaba a punto de llegar a casa de Eli. Por el camino decidió que se daría una ducha allí mismo.

Tiró la bicicleta en la entrada, buscó su ropa grande y entró en la casa. Quiso pasar desapercibida, lo que no le costó mucho. Allí ya estaban todos semiinconscientes o demasiado ocupados en sus asuntos.

A Gabi le entró hasta los pulmones el humo de un porro. Un par de horas antes habría aprovechado esa calada de regalo, pero esta vez le dio repugnancia.

Subió al piso de arriba. El cuarto de baño estaba hecho un asco. Cerró la puerta con el pestillo y abrió el grifo. Puso el agua casi a cuarenta grados. Se deshizo de la ropa que llevaba y se metió en la bañera. Se frotó con mucha prisa, quería limpiarse cuanto antes y, sobre todo, quería asegurarse de que no tenía nada en el torso.

La herida de la mano le escocía mucho pero intentó no darle mayor importancia. Su piel volvía a ser clara, pero aún se sentía pegajosa, de modo que se frotó de nuevo con jabón hasta casi acabar el bote.
Sintió mucho frío al salir de debajo del agua. Se secó y se puso su ropa limpia que había estado escondida detrás del macetero de la entrada. Buscó en el mueble del baño algo para curarse. Encontró unas gasas y se las puso alrededor de la mano.

«Mierda, mi mochila», pensó. Salió del baño dejando la otra ropa tirada en el suelo y se tapó la mano herida con la manga del jersey. El pelo le chorreaba y le había calado la ropa por la espalda. Fue a la habitación de Eli y buscó su móvil. Aún era la una y cuarto, pero quería marcharse ya. Marcó el teléfono de su padre.

—¿Sí? —la voz del hombre parecía confusa.

—¡Papá! Soy yo. Necesito que vengas ya a recogerme —. Mientras hablaba, Gabi se dio cuenta de que la voz le empezó a temblar y, acto seguido, comenzó a llorar.

—¿Estás bien? ¿Ha pasado algo? —preguntó preocupado. Gabi pudo oír cómo se levantaba y cogía las llaves.

—Me… me han robado la mochila y… esto es una locura. ¡Quiero irme de aquí! —Gabi se empezó a desesperar.

—No te preocupes hija, estoy allí en poco. Quédate en la puerta.

Gabi colgó la llamada y tiró el móvil sobre la cama. Volvió al baño y bebió un poco de agua del grifo. Después buscó un enjuague bucal y lo utilizó. Debía asegurarse del olor de su aliento. Después de todo, había estado fumando.

Pensó en buscar a Eli para decirse que volvía a casa, pero consideró que Eli en estos momentos ni se acordaría de que Gabi existía. Salió a la calle, hacía demasiado frío.

Después de casi diez minutos, escuchó chirriar las ruedas de un coche al doblar la esquina. Allí estaba su padre. No veía el momento de llegar a casa y meterse bajo la colcha.

Corrió y se introdujo. Su padre la miró sorprendido.

—¿Estás bien? ¿Alguien te ha hecho algo?

—No, papá. Es sólo que…

—¿Y la pintura? Llevabas la cara y todo cubierto cuando te dejé.

—Alguien pensó que era buena idea derramarme unas bebidas encima y fui a ducharme —mintió.

—Está bien, está bien. Vamos a casa. Hablaremos mañana. Te vas a resfriar. Mírate, llevas el pelo empapado —. Antes de arrancar el coche, se quitó la chaqueta y se la puso a Gabi por encima.

Al atravesar la entrada de casa, Gabi corrió hacia su dormitorio, se quitó la ropa, se puso el pijama y se metió en la cama. Ni siquiera apagó la luz. Se cubrió hasta la cabeza y allí, debajo de la ropa de cama, se destapó la herida. Le había vuelto a brotar sangre limpia. Se la tapó de nuevo y empezó a llorar.

Su padre se quedó escuchando al otro lado de la puerta, mientras veía el rastro de luz que salía por debajo. Entró sin llamar y se sentó en la cama.

—¿Estás bien? ¿Quieres contarme algo? —le sugirió.

Gabi sorbió por la nariz y se destapó la cabeza. Estaba roja y la cara completamente mojada por las lágrimas.

—Sí, estoy bien. Es sólo que… —se paró a pensar en algo que inventarse— no estaba a gusto allí.

—¿Quienes te robaron la mochila fueron los mismos que te derramaron la bebida?

—Creo que no. Yo sólo dejé la mochila sobre el sofá y luego ya no estaba.

—Mañana iremos a casa de Eli a buscarla, por si acaso.

Gabi pensó que no era buena idea que su padre entrara en esa casa hasta que no estuviera todo limpio y, definitivamente mañana no lo iba a estar.

No dijo nada. Su padre se inclinó para darle un beso en la frente

En ese momento, el amor de sus padres era todo lo que Gabi necesitaba. Pensó que le gustaría recibir en esa noche todo el cariño que había estado rechazando el último año.

Cerró los ojos.

—No apagues la luz, por favor —le dijo a su padre antes de que éste cerrara la puerta.

Le costó conciliar el sueño, pues no podía parar de pensar en lo que había ocurrido y trataba de buscarle una explicación. Una vez lo consiguió, durmió toda la noche.

Cuando despertó, estaba en la misma postura y le dolía el costado izquierdo. Se destapó la cabeza y se puso bocarriba. Miró la lámpara. Su padre debió de entrar de nuevo más tarde a apagar la luz.

Sentía la mano tirante. Debía de curarse. Y debía de buscar también más explicaciones, una de ellas para esa mano.

Aún mirando al techo, la vista se le nubló y por sus ojos revolotearon motas blancas. De repente, le dio una fuerte punzada en la cabeza.

«Levántate ya, ¡joder!», imaginó que pensaba. Pero Gabi realmente no tenía ganas de salir de la cama. «Quiero estar aquí un día entero», pensó. «He dicho que te levantes. ¡Levanta, levanta, levanta!».

Gabi dio un grito ahogado. En su cabeza sonaba la voz de Osmar. Se asustó, se estaba volviendo loca.
«¿Qué cojones pasa?», la voz de Osmar seguía resonando en su cabeza.

—Vete —dijo Gabi en un susurro—. Vete. Sólo son imaginaciones mías. Nunca más te volveré a ver. La policía te va a encontrar y no me vas a hacer daño —dijo en voz alta, intentando convencerse a sí misma.

«Gabi. Haz lo que te digo. No entiendo qué está pasando. ¿Por qué no haces lo que ordeno?».

«Sal de mi cabeza», le respondió Gabriela. Salió de la cama y bajó a la cocina a por una pastilla para el dolor. Se la tomó y se tumbó en el sofá.

«Tienes que apuntar esta dirección. Gabi. Coge un papel y anótala», Osmar seguía sonando en su interior.

Gabi pensó que se estaba volviendo loca. Los acontecimientos de la noche anterior le estaban jugando una mala pasada. Puso la televisión para dejar de pensar.


«Lorena Padilla, calle Flores de Lémur, número veintisiete», dijo finalmente Osmar. 

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