2815 Veteran
Street. Es aquí, seguro. Una casa estrecha, de dos plantas y cubierta de
ladrillo destaca en medio de casas de madera blanca. Parece abandonada. Las
escaleras que suben a su porche están recubiertas a los lados por plantas
secas. El césped ya no es césped y hay algunos que otros juguetes, ya
descoloridos por la lluvia y el sol, desperdigados por el jardín. Pero hay algo
que sobresale entre tanta lividez: algunas ofrendas de flores, fotografías,
notas dedicadas y varias velas ya gastadas, otras pocas encendidas.
No me atrevo a
salir del coche. De hecho, no sé qué hacer ahora mismo. ¿Por qué Drew me dio
esta dirección para que viniera a recuperar mi guitarra antes de hacerlo él?
Aparco mi
coche al otro lado de la calle y me acerco sigilosamente. Quiero echar un
vistazo a esas dedicatorias y las fotos. Mientras avanzo, no puedo evitar mirar
hacia cada una de las ventanas de la casa, por si alguien está observándome
desde dentro, pero las cortinas están bien cerradas. Sólo en una de las
ventanas hay una persiana bajada del todo. Un extraño temor empieza a provocar
escalofríos en mi cuerpo. Esto es un poco siniestro. Está claro que alguien que
vivía en esta casa murió. Puede que fuera la única persona que vivía en ella y
por eso está todo tan descuidado.
Algunas de las
flores que hay ya están disecadas, muertas desde hace mucho tiempo. Las fotos
están arrugadas y algunas amarillentas, al igual que las dedicatorias, que
tenían la tinta corrida en su mayoría, excepto algunas que parecían ser más
recientes.
“La vida te
llevó demasiado pronto, pero nosotros siempre te recordaremos”; “Descansa allá
donde estés, pequeña”; “Te queremos, Monique”. Esas son las tres notas que
puedo leer a la perfección.
Así que es
Monique la que ya no está. Es por eso que a Drew le duele hablar de ella. ¿Pero
quién era Monique? ¿Su novia? ¿La chica que le gustaba o de la que estaba
enamorado?
Todo son dudas
en mi interior. Me gustaría poder localizar a Drew ahora mismo y hacerle muchas
preguntas. Podría llamarlo por teléfono… pero tengo miedo. Quizá de que no me
conteste, o de no saber qué decirle. Pero quiero verlo, y no sólo para
aclararme, sino también porque necesito verlo. Pero tal vez él no quiera verme
a mí… ¿si no por qué no iba a localizarme desde aquél día?
Entre mis
pensamientos, le echo un ligero vistazo a las fotos que se pueden ver
medianamente bien. Me doy cuenta entonces de que es una niña la que se repite
en todas ellas. Una niña que me es extrañamente familiar: de melena lisa con
flequillo y morena, de unos ocho años y delgada, muy delgada.
El alma se me
paraliza. La muerte venció a una simple niña, una persona que tenía toda la
vida por delante, que no había tenido tiempo de descubrir lo que es la vida.
“¿Te quieres
comprar una guitarra?”, reluce una dulce voz en mi cabeza. Después, las
imágenes vienen seguidas: el día que vendí la guitarra, el mismo día que me
encontré con Drew por primera vez, estaba esta niña allí, sentada en el pasillo,
mirando las guitarras. Recuerdo que me dijo que ella quería una, pero no podía
comprarla.
No era
coincidencia que Drew estuviera allí al mismo tiempo. Estaba con ella, supongo.
E inmediatamente compró mi guitarra para regalársela a Monique, que tanto la
deseaba.
Ojalá mi
guitarra nunca me hubiera sido devuelta. Ojalá la siguiera teniendo Monique,
porque eso significaría que seguiría viva, y significaría que Drew sería feliz
con ella.
Vuelvo a mi
coche y me siento en los asientos traseros, dejando la puerta abierta y mis
pies colgando hacia fuera. Cojo mi guitarra y me paro a observarla, como quien
busca un ladrillo que abre un pasadizo secreto en las películas.
Tras descubrir
que es exactamente la misma que antes, la posiciono y toco algunos acordes. No
sé qué hacer ahora mismo. Estoy atónita después de esto. Incluso dolida, porque
sé que Drew lo está.
De soslayo,
creo ver cómo una de las cortinas se mueve un poco. Levanto rápidamente la
mirada y veo una mujer con el pelo recogido en una coleta que rápidamente se
pierde en la penumbra del interior de la casa. Debe haber oído la guitarra y
por eso se ha asomado.
Vuelvo a
guardar la guitarra para irme a casa pero una mujer cargada con cinco bolsas a
punto de explotar se adentra en el jardín de la casa. Durante unos segundos
dudo en preguntarle por la niña, pero el destino me ayuda haciendo que una de
las bolsas finalmente se raje y deje desparramar todos los productos por el
suelo.
—Mierda
—dice la señora, de unos treinta años, por lo bajo.
Sin dudarlo,
me acerco a ayudarla y me cargo los brazos con todas las cosas que puedo.
—Estas
bolsas recicladas, ¡no aguantan nada! —se queja—. Eres muy amable.
—No se
preocupe —nos paramos frente a la puerta y ella suelta unas cuantas cosas en el
suelo para sacar unas llaves de su bolso. Después las introduce en la cerradura
y hace presión intentando abrir la puerta.
—Esta
puerta está cada día peor. Deberían cambiarla ya —finalmente lo consigue y
vuelve a coger las bolsas para adentrarse.
—La
espero aquí fuera para que pueda recoger las cosas —le sugiero.
—Ay,
hija, ¿te importaría pasar y soltarlo tú misma en la cocina? Tengo las manos
hechas polvo.
—Claro —dubitativa
y con un poco de miedo la sigo hasta la cocina, y con cuidado suelto las cosas
en la encimera—. Bueno. —Me sacudo las manos. Estoy a punto de decirle que me
voy, aunque no es lo que quiero—. ¿Vive usted aquí?
—Ay, hija, no
me hables de usted. Sólo tengo treinta y cuatro. Ya sé que parezco más vieja
pero la vida no me trata muy bien que digamos. ¡Ah! No, no —responde, acordándose
de mi pregunta—. Aquí vive mi hermana. Está arriba en su habitación.
—¿Está
enferma? —pregunto demasiado descarada.
—Físicamente
no. Pero podría decirse que sí, lo está.
—Vaya… hace
tan sólo unos minutos he visto a alguien asomarse por una de las ventanas de
abajo. Puede que fuera ella.
—No lo creo,
cielo. No sale de su habitación…
—Hola —susurra
una voz desde la puerta. Ambas nos giramos y allí está la mujer que se asomó a
la ventana, supongo.
—¡Monique!
¡Has salido de tu habitación! –exclama la otra mujer totalmente sorprendida.
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